Una pregunta tan sencilla recibiría sencillas respuestas: “pues, de todos”. O: “pues, de la Iglesia”. O, “del pueblo cristiano”. Y otras por el estilo. Si la pregunta es hecha a una persona que trae una Biblia, probablemente contestaría: “es mía. Yo la compré”.
En una manera todo esto es cierto. Nos da gusto que sea así. Hubo un tiempo en el que la Biblia no era del pueblo. Era la posesión exclusiva de unas cuantas personas en la iglesia. Gracias a la Reforma, y al trabajo incansable de Sociedades Bíblicas, casi cualquier hombre o mujer puede comprar una Biblia y llamarla suya.
Pero ésta es una verdad a medias. Para ser dueños de la Biblia tenemos que hacerla nuestra. Tenemos que pagar un precio mucho mayor que el costo del libro. El verdadero precio de la Biblia es la entrega constante del cristiano, expresado en su lectura, y en la reflexión de lo que lee.
Frecuentemente nos contentamos con algo menos que eso. Por ejemplo, hay interés en tener diversas versiones de la Biblia. Todos conocemos personas que se ufanan de que poseen esta versión, y la otra. Otras personas dedican mucha atención a libros sobre la Biblia (que desde luego nos pueden ayudar a conocerla). Otros más asisten frecuentemente a estudios y conferencias que personas eminentes dan sobre la Palabra de Dios.
Ninguno de estos precios, ni todos juntos, nos harán verdaderamente dueños de la Biblia. La única manera de llegar a poseerla es leyéndola. No basta con admirarla. No es suficiente con tenerla, ni con oírla, ni con creer lo que dice basados principalmente en lo que otros nos han contado o predicado. Ni siquiera basta con amarla en una manera romántica. Nada de eso.
Tenemos que enfrentarnos a ella. Hay que sentarse ante ella; hay que hacer una cita con ella. Hay que leerla, y releerla. Hay que pensar en lo que dice, y luchar por lo que dice.
Sobre todo, hay que leerla con algún método. Afortunadamente, hoy hay una variedad de libros que pueden ayudarnos a escoger el método que mejor se preste a nuestra situación y a nuestra personalidad. Pero, una vez que haya escogido su método, sígalo con fidelidad.
El precio que tenemos que pagar para que la Biblia sea nuestra es el precio de nuestro tiempo y de nuestra obediencia. Si es necesario, hay que dejar de hacer algo más para leer la Biblia -menos radio, menos televisión, alguno que otro juego-, en fin, la Biblia no puede recibir sólo el tiempo que nos sobra. Si la tratamos así, nunca nos dará sus mejores tesoros, y entonces la leeremos menos.
Pero hay otra fórmula para hacerla nuestra. Es la fórmula del salmista: “¡Cuánto amo yo tu ley!”. ¿Es ése el verbo que usamos al pensar en la Biblia? No creo, ni respeto, ni siquiera acepto, sino amo. Claro que cuando es así, la consecuencia no se hará esperar: “Todo el día es ella mi meditación” (Salmo 119:97).
Si pagamos este precio, la Biblia será nuestra, y nos entregará tesoros preciosos. A su vez, estos descubrimientos nos estimularán a seguir pagando el precio, y esto nos llevará a nuevas vivencias espirituales. De vez en cuando humedeceremos unas páginas con una lágrima. Ese sí es el precio. Entonces nuevas fuerzas vendrán a nuestra vida. La Palabra será nuestra y nosotros seremos de la Palabra. Aduéñate de la Biblia. Léela.